Hay horas en que el pensamiento, tal cual un
ilusionista, se disfraza de hoja que baila con el viento. Aletea entre
diferentes percepciones de la realidad inmediata - impresiones, ruidos, olores;
sin embargo, permanece ahí, ensimismado, con el mismo ingenio escondido en el
fondo del sombrero de copa. A veces parece que ciertos razonamientos se visten
de ellos mismos para que parezcan ajenos.
“Esta mano parece más envejecida que la otra”… “¡cuántas
nubes!”… “se va a romper el ala, cómo tiembla”… “che, piloto, ¡¿llegamos esta
semana?!”. Faltaban cincuenta minutos para aterrizar. Más el tiempo de bajar del
avión, pasar por inmigración, agarrar las valijas. Será tal vez una hora y
media, pero en realidad son ciento setenta y cinco mil doscientas horas, y una hora
y media más.
El verano me hacía sentir libre, vivo. Hasta ese
momento, en esa época ninguna sensación era comparable a la de estar en la
playa, agua y cielo azul. Pero ella, ella, desde el primer instante fue para mí
mucho más que ése y cualquier otro verano abrasador. Estaba ahí, “¿una
brasileña rubia de ojos verdes?”. Tenía una risa como la Bossa Nova, tranquila
y festiva. Una sonrisa de dientes exhibicionistas. Medio flaquita, pero
apretable… y la piel blanca, papel al que yo como su pintor, quisiera dibujar.
Su voz era como una ola, y estar ante ella era estar atrapado en este
torbellino y quedarse desorientado, ofuscado, sumiso. Su presencia era tan
enorme y avasalladora que no cabía en ningún estereotipo, era como si fuera
necesario cerrar los ojos para verla.
-
¿Tenés
fuego?
-
Não
tenho, eu não fumo. ¿Argentino?
-
Sí,
argentino… y no, yo tampoco fumo.
-
Então
porque você pergunta?
-
Para
escuchar você, sentir más de perto tu voz, canción de terremoto.
Me la gané. Estuvimos juntos
nada más que siete días y se iba a San Pablo. La llevé a la estación donde se
tomaba el micro.
-
Se você quer, pode me visitar – invitándome y a la vez incendiándome en portugués.
No era preciso
que habláramos la misma lengua, teníamos nuestro portuñol particular, idioma de
deseo e inquietud. Y reíamos mucho. De mi parte, un acento argentino lleno de
desasosiego. De la suya, una melodía disonante que a mí me encantaba: não, coração…
pero mucho más coraçãozinho. Y cuando
no nos entendíamos, podíamos estar horas intentando descubrir lo que el otro
había dicho. Ése era nuestro deporte-sabrosura.
La besé y le dije:
-
Nos
vemos en San Pablo.
Ella se rió,
mitad esfinge, mitad cenicienta.
Tres días después
la volví a encontrar. Casi sin plata, una semana en Brasil. Con veintidós años
no se necesita mucho, la pasión no demanda dinero: tardes en parques, conversaciones
en los bancos de las plazas, y lo más valioso era el Sol poniéndose al final
del día.
Después
cartas, muchas cartas. Ella escribía una por semana, yo cada quince días. Un
día, sin una explicación concreta, el
amanecer me asaltó con un desconsuelo terrible y desmedido, con dos preguntas
aterradoras y una conclusión brutal: ¿Cuándo volveré a encontrarla? ¡¿Cuándo
tendré plata para viajar de nuevo a Brasil?! Esta mujer me va a dejar. Ya no puedo
soportar la angustia de vivir esperando que cada carta venga con un mensaje de
despedida.
Nuestra
distancia era demasiada, ella era mucho para mí, el miedo y la debilidad me
vencieron. Yo no podía sostener esa relación. Lo único que encontré fue un
amparo infantil y cobarde. Dejé de escribir, desaparecí.
Una carta
de ella preocupada por mi ausencia y preguntando si me había pasado algo o si
el silencio significaba el fin de nuestra relación. Otra carta, mucho más
triste, un poco enojada. Y otra más de puro dolor y corazón roto.
Esta mujer,
esta mujer. Soñaba con ella todas las noches. No podía creer que hubiera tenido
tanta suerte y al mismo tiempo todo lo contrario.
Dos años después me recibí. Cuatro años después, me
casé. La amé, desde los dedos de los pies hasta la punta de los pelos. Tuvimos
dos hijos, una casa, un perro, un autito viejo, muchas cenas en familia y un
jardín. Se terminaron las cuotas del auto, después las de la casa. El perro se
enfermó y murió sin que los chicos pudieran prepararse para su partida. El
jardín se fue secando poco a poco. Y lo último fue la familia aterrada en un
vacío de sentido. Yo cada vez más solo,
ella también. Era inevitable la separación.
Seguí con mi
vida, conociendo gente nueva, pero nadie se infiltraba profundamente en mí.
Pensé que era adolescente de vuelta, hasta me hice un facebook. Pero claramente
no era un joven, a las tres y media de la mañana me quería ir de las fiestas, y,
en el día posterior, tenía resaca como nunca había tenido en mi vida. En mi
casa, una noche, de repente, mi inconsciente dominó mis movimientos y los dedos
escribieron: Silvia Oliveira dos Santos. Ahí estaba ella, se hizo un clic y la
agregué. No podía creerlo, “¡¿Por qué hice esto?!” “¡¿Qué me pasó?!” “¡¿Me volví
loco?!”.
La mañana
siguiente, salí de la cama prácticamente sin dormir. Entré al facebook: nada.
Hoy sí, podía ser un adolescente, podía bailar toda la noche, podía estar
ansioso y perderme en mis anhelos en
cualquier conversación que durara más de dos minutos. Hoy yo tenía el relámpago
de la juventud en mis ojos.
Volví a
casa y, apenas entré, prendí la computadora. Sí, ella me había agregado y
estaba conectada. Primero: hola, ¿cómo estás?, ¿cómo anda tu vida? Después de
algunos días: ¿con quién vivís?, ¿tenés hijos? Y de ahí en adelante: lo que
habíamos tenido juntos, cómo y por qué todo había terminado. Que yo la quería, y ella me quería. Que yo
nunca la había olvidado. Y ella tampoco. Que cuando conté en mi trabajo que me
iba a Brasil por una novia del pasado, me decían “ah, ¿Silvia?” y me di cuenta
que no había dejado de pensar en ella, ni hablar de ella durante estos años.
Que ella me buscó mucho por internet y nunca me encontró. Que yo pensé que ella
estaría casada, que ella pensó que yo estaba muerto. Ni muerto yo, ni nunca
casada ella. Ni yo había aprendido portugués, ni ella estudiado español. En
nuestras vidas nadie y el corazón despejado.
Fueron cuatro
semanas y ya nos habíamos enterado del pasado del otro. Después de conversaciones
interminables por internet, noches de poco sueño y de muchas ilusiones, ella me
dijo:
-
Se você quer, pode me visitar… - nuevamente prendiéndome la chispa.
“Qué este avión no se caiga”,
“qué no se atrase”. “No tengo hambre”. “El baño está ocupado”.
Más de ciento setenta y
cinco mil horas y estoy llegando. La veo, veinte años después, pero era como si
fuera un déjà vu del día en que la vi
esperándome en la terminal de San Pablo. La miraba y sentía lo mismo. A cada
paso, iba saboreando el reencuentro. Reconocí sus dientes artistas, la
piel-nieve un día delineada por mí, su voz de mar salvaje, e íntimamente iba
festejando la visión de su actual cuerpo, mucho menos flaquita y mucho más
apretable. Pero también sentí un corazón, mi corazón y su corazón, un corazón.
Si hubiera muerto en aquel
momento, habría llevado la imagen más precisa de la felicidad jamás vista. Si
me hubiera muerto en aquel momento, no sería ahora este hombre contemplativo,
adorador de su alma y su cuerpo desde
hace diecisiete mil quinientas veinte horas.
“Qué este avión no se caiga”, “qué no se atrase”. “No tengo hambre”. “El baño está ocupado”.